sábado, 11 de agosto de 2012

Vigésimoprimer Destino - París, Francia (Parte 2)

Nuestro segundo día en París nos deparaba a primer hora del día conocer el mítico”Louvre”, museo de cita ineludible para quien visite esta ciudad. El Metro tenía una parada allí mismo, por lo que al salir de la estación nos encontramos con la fachada del mismo y su puerta de acceso principal.

Desconocíamos que el primer lunes de cada mes la entrada es gratuita, lo cual tenía la faceta positiva en el ahorro monetario, pero la negativa se vislumbraba en cuanto a la cantidad de gente que acudía al mismo ese día. En el preciso momento en que observamos la fila empezaba a ponerse potencialmente extensa para nuestro ingreso, pude observar a mi derecha otra puerta de entrada sumamente pequeña, casi sin gente, y que evidenciaba ser para personal autorizado o similar. En ese instante logré percatarme de que era un buen momento para sacar a relucir mi carnet de prensa “debidamente autorizado por las autoridades urugayas”, el cuál finalmente logró facilitar nuestro ingreso inmediato al museo sin ningún espera alguna. En horas de la tarde, al encontrarme con compañeros del Grupo de Viaje, me contaban que la misma había sido de más de dos horas, por lo cual la jugada nos salió redonda. Gol de media cancha.


El Museo del Louvre es el museo de arte más visitado en el mundo, ubicado en el antiguo Palacio Real del Louvre, y en donde se alojan diversas colecciones que abarcan desde descubrimientos del antiguo Egipto, hasta pinturas de los más reconocidos pintores del Francia y el mundo.

El edificio es verdaderamente inmenso, recorrerlo integro y dedicándole el tiempo debido a cada una de las diversas obras u objetos expuestos, probablemente demandaría un día integro o probablemente más. Una gran pirámide de vidrio se observa en el centro del patio principal, lo que sumada a otras dos pequeñas a sus costados más una última que se encuentra del revés, cierran una imagen de un museo completo, lleno de historia.

La recorrida nos insumió casi cuatro horas en donde pudimos apreciar obras espectaculares, dentro de la que se encontraba obviamente la famosa “Gioconda” de Leonardo Da Vinci. Era increíble ver a la gente amontonada como ganado procurando sacar alguna foto, parecía la típica imagen de un notero queriendo sacarle una palabra a algún artista importante rodeado de varios guardaespaldas. Me gustaron sin dudas mucho más otras obras que iba viendo de camino, aunque mi escaso conocimiento de arte imposibilita una visión objetiva o con fundamentos.


Luego del almuerzo en el interior del museo, salimos a las calles con una lluvia intensa que comenzaba a caer sobre nosotros. El día a su vez era considerablemente frío para la época del año que es en Francia, por lo que decidimos esperar un poco debajo de unos arboles, con el “Arco del Triunfo de Carroussel” a uno de los costados y la calle Champs Elysees asomando al otro; Un regalo para la vista.

La lluvia lentamente comenzó a amainar, por lo que comenzamos a transitar tranquilamente entre los arboles y aires calmos de los “Jardines de las Tullerías”. Al final del mismo, el Obelisco de la ciudad nos marcaba el inicio de la Avenida Champs Elysees, descrita por muchos como una de las más famosas y hermosas en el mundo. En ella se encuentran varias de las principales afamadas tiendas de moda, como Louis Vuitton, Channel, Cartier, más alguna otra que no recuerdo, conozco y más que probablemente nunca llegue a comprar absolutamente nada.

La avenida era amplia, reluciente, con muchos autos lujosos circulando sobre ella y un gran caudal de gente transitando sobre sus extensas veredas. No me animaría a catalogarla de “hermosa”, o algo similar, aunque era cuanto menos sumamente atractiva y con un cuidado por demás importante. Uno de sus encantos principales, según mi parecer, se lo da el hecho de vislumbrar al final de la empinada calle el “Arco de Triunfo”, uno de los símbolos de París y que le da una imagen sumamente interesante al lugar en su conjunto.

El Arco de Triunfo fue mandado a construir por Napoleón Bonaparte en el año 1806 como reconocimiento a sus soldados por la victoria en la batalla de Austerlitz. La idea primaria era la de ubicar el mismo en la Plaza de la Bastilla, que era por donde llegarían sus tropas, pero finalmente se terminó levantando en el lugar en que se encuentra actualmente: la Plaza Charles de Gaulle

Impacta mucho desde cerca, desde lejos. El tallado sobre la piedra, los detalles perfectos de una construcción increíble de una altura aproximada de casi cincuenta metros. La plaza en que se encuentra es rodeada por una gran cantidad de calles, sobre las cuales circulan en varias direcciones un constante y elevada cantidad de vehículos que hacen casi inviable poder llegar simplemente cruzando la calle. Por este motivo es que para poder acceder al mismo, es necesario hacerlo a través de túneles subterráneos que desembocan en el centro mismo del Arco.

 

Luego de un gran número de fotos diversas, de observar por unos minutos a una banda militar que se encontraba realizando algún acto protocolar en el lugar, seguimos camino rumbo a la Torre Eiffel a unas quince cuadras de diferencia entre un punto y otro.

De camino, descendiendo por la Avenida D' Iena casi se nos pasa desapercibido algo que nos impactó por el desconocimiento de su existencia: La Plaza del Uruguay (“Place de L'Uruguay”). En pleno corazón de París nos topamos con una plaza en honor a nuestro país, con una estatua del procer de la patria José Gervasio Artigas y en reconocimiento a nuestra independencia. Incrédulos de lo que veíamos posamos y tomamos varias fotografías frente a la estatua, frente al cartel de la plaza. Esto generó que un grupo de turistas que venía detrás nuestro, probablemente de los países bajos por su aspecto, viendo la relevancia que le estábamos dando a eso se sacaran también varias fotografías sonrientes y abrazadas al seguramente desconocido procer para ellas. Grande Artigas.



A media tarde nos topamos de cerca con la magia de la Torre Eiffel, la cual el día anterior se había dejado solamente espiar un poco desde diversos puntos de la ciudad. Se vuelve bastante emocionante estar frente a un ícono tan importante en el mundo entero, del que tantas fotografías habíamos visto a lo largo de nuestras vidas.

La torre originalmente se denominó “Torre de los trescientos treinta metros”, aunque un tiempo después adquirió el nombre actual en honor a quien la diseñó: Gustave Eiffel. Su construcción finalizó en el año 1889, y fue objeto de una gran controversia en la época debido a que muchos entendían era una obra que no resultaba para nada atractiva a la vista, opaca. Lo cierto es que el tiempo la puso en un lugar de referencia ineludible cuando se piensa en Francia, más aún en París, siendo uno de los monumentos más visitados en el mundo desde hace muchos años.

La obra a plena luz del día no me pareció por demás bonita, aunque es cierto que el atractivo principal se lo da justamente la importancia asimilada a su imagen. El gris prevalece, asociado al hierro que se observa por doquier a lo largo y ancho del gran tamaño que la misma posee.


Hay varias opciones a la hora de subir a la torre, en donde en todas obviamente se debe pagar. La opción más costosa es la de acceder a la superficie en ascensor todo el trayecto, mientras que en el otro extremos se encuentra la de hacerlo por unas interminables escaleras que sólo llegan hasta el quinto nivel, lo cual es una inmensidad. Nosotros tomamos una opción intermedia, en la cual por 10,5 euros subimos dos niveles por escalera y hasta la cima por ascensor. La opción fue acertada, nada por demás agotadora la primer parte y una vista increíble de la ciudad en la parte superior. Contemplamos los diversos puntos claves de París desde lo alto, las catedrales, museos, obras, parques, puentes y el Río Sena en toda dirección.



Al descender estaba ya anocheciendo, por lo que decidimos quedarnos a disfrutar la últimas imagenes desde un parque contiguo, en donde había una gran cantidad de personas sobre el cesped tomando algo o simplemente observando la inmensa torre.

 

Al momento de partir sentimos unos gritos que nos llamaron la atención y alarmaron, pensando que algo extraño estaba sucediendo allí. La sorpresa fue mayúscula al elevar la vista y percatarnos que la torre se había encendido magistralmente, con un juego de luces blancas a lo largo de la misma que deslumbraban por la hermosa visión que regalaba. Parecía un inmenso arbol de navidad, ahora si con una imagen sumamente bella, que quedó guardada en nuestras retinas.

Era tarde en la noche, el día estaba finalizando, cuando partimos a nuestro hostel con la certeza de haber vivido un día mágico, único e inolvidable.

El último día en París implicaba salir a conocer el “Palacio de Versalles”, en las afueras de la ciudad. El mismo había sido utilizado en siglos pasados como residencia de la familia real, lo cual implicaba un interior sumamente lujoso, sumado a unos parques y jardines exteriores inmensamente hermosos.

El Municipio de Versalles era un lugar que marcaba un cambio en el aire que se respiraba, sumamente distinto al de París. Una gran tranquilidad transcurría en la zona, parecía un coqueto pueblo del interior con su clima cálido, ameno, hasta familiar.

 

Llegamos y nos desayunamos con la noticia de que el interior del palacio iba a estar cerrado ese día, por lo que solamente podríamos conocer el exterior del mismo, así como también sus jardines y parque en las afueras. La situación si bien no era la deseada, tampoco nos generó un descontento mayor, había que mirar el lado inmensamente positivo de la cuestión y de estar allí presentes.

Almorzamos una clásica baguette francesa en una plaza y partimos rumbo al palacio, a unos escasos metros. El portón de entrada ya evidenciaba un lujo importante, lo mismo que la obra sobre sus espaldas y todo lo que rodeaba al mismo. Por un costado traspasamos un corredor para llegar a la increíble vista que el jardín nos regalaba, contrastada con la también espectacular fachada del edificio real con sus tallados en piedra y estilo particular pegado a él.



Las flores de colores diversos se observan incansablemente. Aparecían las primeras fuentes, los cisnes y patos que nadaban en el interior de ellas, el verde de diversas tonalidades a donde uno dirigiese la vista, las estatuas en mármol al costado del camino que llevaba a un inmenso lago. Los botes a remo transitando tranquilos sobre el, con la misma paz que se respira en ese lugar. Nos tiramos en el pasto, respiramos, sentimos la energía de un lugar lleno de vida y encanto.


Luego de un largo rato volvimos a la ciudad, un cambio de aire se volvía a imponer aunque la idea del contraste también resultaba atractiva. Decidimos ir al "Barrio Latino", lugar que nos habían recomendado para caminar sin rumbo predeterminado y tomar algo en alguno de los numerosos bares o restaurantes que allí se alojan. Hicimos eco de las recomendaciones, disfrutamos del ambiente bohemio y artístico del lugar, finalizando así nuestra estadía por esta hermosa ciudad.

Los días en París terminaron, muchas imagenes, sonidos, aromas, probablemente perduren por mucho tiempo. Que no se apaguen nunca tus luces, “Au Revoir París”.

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