Llegar a Estambul fue difícil y agotador. Varios vuelos y una espera
de doce horas en el aeropuerto hicieron que nos insumiera
prácticamente dos días poder llegar a este anhelado lugar.
La etapa del Grupo de Viaje había quedado atrás, las facilidades
que esto traía consigo también. Toda llegada por la cuenta de uno a
un aeropuerto es una experiencia en si misma, cargada de gente que
busca aprovecharse del turista y su desconocimiento de precios,
distancias o maneras convenientes de moverse en la ciudad. Ya el
primer taxi que tomamos intentó pasearnos descaradamente, ya que no
hicieron falta kilómetros para percatarnos sino sólo unos escasos
metros de circo y sanateo constante. Esta vez no dejamos robarnos,
por lo que nos bajamos inmediatamente y buscamos lograr a través de
una Van obtener una mejor alternativa para llegar a nuestro hostel en
el barrio de Taksim.
Al llegar al mismo, de nombre Taksim Lounge, ya quedaba en claro que
los lujos a los que veníamos acostumbrados en el último mes habían
quedado atrás. El cambio de estilo de vida se hacía presente,
aunque disfrutabamos plenamente de este nuevo horizonte que se
vislumbraba para el tiempo que nos queda viajando.
Dejamos nuestro equipaje en el cuarto que habíamos arrendado para
los ocho que emprenderíamos esta etapa, y partimos mapa en mano a
tomar un tranvía hacia el barrio de Sultanamet a unos escasos
kilómetros de distancia.
El medio de transporte, la ciudad y todo lo que lo rodea, era sumamente pintorezco por donde se mirara. En las primeras imagenes que veía me llamaba la atención la ausencia de grandes edificios que generalmente traen consigo las ciudades de estas latitudes, las construcciones en las montañas, la interminable cantidad de banderas patrias flameando y lo encantador que se veía un lugar distinto al que me imaginaba de antemano.
Sultanamet tiene un estilo europeo marcado en sus calles, además de
alojar la mayoría de atractivos históricos que habitúan visitar
turistas como nosotros. Llegamos en pleno horario de rezo, por lo
que debíamos esperar unos treinta minutos para poder conocer la
Mezquita Azul y Santa Sofía, dos de los lugares a visitar en el día.
La primera logró impactarme mucho, sobre todo en su interior. La
cantidad de matices de colores que había dentro eran impresionantes,
distinto a lo que uno muchas veces prevee en este tipo de lugares. Me
tire en la alfombra que cubría el suelo y me quedé un tiempo largo
contemplando sus techos, las pinturas que alojan sus paredes o bien
las terminaciones de la obra en si.
Otros compañeros visitaron Santa Sofía y luego la Cisterna de
Yerebatan, para las cuales era necesario pagar un dinero extra. Con
Siraco decidimos ir por unas refrescantes cervezas, para luego
recorrer la zona sin un rumbo marcado. Para nuestra sorpresa
vislumbramos a unos escasos metros un anfiteatro en el que se estaba
realizando ensayos para una competencia de folklore y danza que
curiosamente llegaba a su fin ese día. La música en vivo de fondo
nos atrajo hasta el lugar, gente bailando, y violines, contrabajo o
bombos que nos invitaban a disfrutar del espectáculo con la cúpula
de la Mezquita Azul como fondo perfecto. Se sucedieron las charlas,
las filosofías y visiones sobre este mundo imperfecto del que formamos
parte.
Un toque distinto en medio de tanta vida turisitica.
Volvimos al hostel más tarde y repetimos el plato del mediodía: los
kebab. Carne o pollo, fritas, lechuga, tomate y aderezos, dentro de
un pan de pita o flauta y a precios irrizorios de no más de 2
dólares. El ahorro decía presente, y el vicio por estos platos
comenzaban a crecer día a día de nuestra estadía por aquí en
Turquía. Se puede decir lisa y llanamente que nos salvo el viático esta comida local.
El día siguiente comenzó con varias vueltas de asuntos que debíamos
resolver para proseguir con nuestro itinerario. Salimos en procura de
adquirir el boleto de ómnibus que nos permitiera llegar a Capadocia
y de averiguar los costos para enviar a Uruguay alguna encomienda que
nos liberara de peso para el final de nuestro viaje. Una vez
resueltos estos temas emprendimos una larga caminata por la
atrapante, sutil y cautivante peatonal del barrio. La atravesamos de
principio a fin, dejé muchos restos de baba ante la descomunal
cantidad de casa de ventas de instrumentos musicales que había en
la zona, para finalmente llegar a la parte antigua en que se aloja la
Torre Galabata.
Nos quedamos un corto tiempo mirando la misma, las fotos de rigor, y
seguimos la caminata hasta el “Gran Bazaar”. Este lugar venía
promocionado como objeto de perdición de los amantes de las compras
y el uso indiscriminado de la tarjeta de crédito, pero sinceramente
no logró despertar en mi ningún atractivo particular. Los comercios
eran muchos, pero sumamente repetitivos. Las Shishas eran lo más
llamativo que se ofrecía, de todo tipo, tamaño y color. Habíamos
acordado encontrarnos en un punto determinado a las tres horas de
nuestro arribo, pero a la hora y media ya todos estábamos impacientes
por no perder más tiempo allí. Perdimos a Claudia, como de
costumbre, pero finalmente luego de una intensa búsqueda Siraco logró
dar con su paradero y seguimos ruta camino a la zona del puerto
cercano.
La oferta de recorrer el Bosforo era atrapante e interesante, por lo que tomamos un
barco para navegar el mismo por más de una hora y media de
recorrida. Un paseo relajante, sereno y disfrutable, con la increíble
visión de contemplar la parte asiática de Turquía a un lado y la
europea al otro.
El estrecho de
Bosforo es justamente quien marca la división de los dos continentes en Turquía, más precisamente en Estambul, además de conectar el Mar Negro con el Mármara.
Una vez finalizada la recorrida, partimos a pie nuevamente para
recorrer la peatonal de Taksim, la cual en la noche sabíamos tenía
un atractivo particular. Se respiraba vida allí, cultura, música,
arte. Infinidad de gente tocando en las calles, los trole bus
antiguos pasando a nuestro costado, los recovecos de un lugar de
ensueño que hacían que uno quisiera detener el tiempo y quedarse
flotando allí por un tiempo indeterminado.
Volvimos a nuestro hostel para ver que podíamos hacer esa noche allí. La chica que atendía el mismo fue siempre de gran ayuda para nosotros en Estambul, por lo que acudimos a ella en busca de información nocturna útil para nuestras pretensiones. Luego de una larga lista de puntos a visitar, partimos con destino a una cueva local en donde supuestamente tocaban música en vivo y las charlas parecían prolongarse hasta altas horas en su interior. Nosotros probablemente no llegamos ni en el día, ni en el horario indicado, por lo que nos tomamos unas cervezas junto a Ceci, Vale y Siraco y retornamos a dormir sin haber podido caer en los encantos del lugar en cuestión. El callejón quedará para otra oportunidad.
El tercer día en Estambul fuimos a conocer la parte del país que se
encuentra en continente asiático. Luego de bajar unas largas y
empinadas escalinatas, tomamos un ferry para llegar allí e intentar
ver las diferencias entre una zona y otra.
El cambio se observa. Un lugar más humilde se aloja en Asia, sin
llegar igualmente a ser algo extremadamente diferente, además de que los precios bajan
algunos escalones en las cosas que vamos preguntando en la recorrida.
Un gran número de pescadores había instalados con sus cañas a
orillas del Bósforo, niños jugando en el muelle y un aire fresco
que se respiraba en la zona. Caminamos unas cuadras por sus
ascendentes calles y compramos unas latas de cerveza que nos llevaron
a instalarnos en el verde paso de una plaza para contemplar el
soleado día desde allí.
El retorno fue más complicado. Las empinadas escaleras ya no eran
de descenso sino lo opuesto, por lo que los deseos de
teletransportación se hacían sentir entre escalón y escalón que
íbamos subiendo. Considerablemente cansados llegamos a nuestro
hospedaje, disfrutamos una picada en la azotea del mismo, y
finalmente tomamos nuestras valijas para seguir camino a la
enigmática Capadocia.
Estambul resultó una ciudad cautivante, que contiene un aire
inspirador y una movida cultural digna de ser conocida. Las ganas de
pasar más tiempo aquí estuvieron latentes hasta el último momento
en que tuvimos que despedirnos; el deseo de volver quedó latente en
todos. Hay lugares que tienen una magia propia, una mística que
solamente se percibe estando allí. Me llevo su aroma, su música, su
aire lleno de vida que se impregna en los sueños de los viajeros como nosotros.
Hasta la vuelta, Turquía.
¿ que estilos tocaban los musicos callejeros bro????
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